Peseta Street Journal

Una mochila abandonada. Un asiento vacío. Un  colegio en silencio. Un nombre que duele: Sandra Peña, 14 años, Sevilla. Una adolescente que decidió quitarse la vida después de sufrir bullying por parte de sus compañeras. Su madre pidió ayuda.  Insistió una y otra vez al colegio pero el protocolo nunca se activó. Mientras ella sufría, el tiempo pasaba. El mundo miraba, nadie escuchaba, y el dolor crecía hasta volverse insoportable. Sandra empezó a desear ser invisible y desaparecer para dejar de sentir ese dolor.

Este caso no es el único, y ahí está el verdadero problema. El año pasado en Carabanchel, en el Instituto Franciaco Ayala, ocurrió algo parecido con un adolescente con autismo. Esto muestra que no es un caso aislado, sino un problema real que puede estar presente en cualquier aula, edad y en cualquier rincón. Algo todavía más importante son los agresores. Muchas veces se asocia ese papel únicamente con los niños, pero no siempre es así: también son niñas quienes acosan, hieren y humillan.

El acoso no es una broma, no es «cosa de niños». Es un ataque verbal, físico, psicológico constante que destruye poco a poco la autoestima de la víctima hasta hacerla sentir insuficiente, hasta convencerla de que su vida no vale nada. Lo peor no es eso, sino la sensación de estar solo mientras el resto mira y se calla. Si tú también te callas, eres igual de culpable.

Existen leyes y protocolos contra el acoso escolar pero ¿de qué sirven si no se aplican a tiempo? Las normas son papel mojado si profesores, alumnos o el propio centro no actúan cuando ven señales. Cuando el sistema falla, la víctima queda desprotegida y el dolor acaba siendo mortal. ¿Y los agresores? Sí, son adolescentes, pero eso no les da derecho a destruir a otros. No basta con una expulsión, ya que lo toman como tiempo libre, un parte, un papel más y así con todo.

Es necesario ponernos en esa mochila abandonada, en ese asiento vacío, en ese nombre que duele. Porque el verdadero problema no es solo quien agrede, insulta o humilla, sino también quien calla, quien mira y no actúa. Los compañeros que observan y no intervienen, los profesores que no nacen caso, los centros que ignoran y los adultos que no escuchan son parte del mismo daño. No basta con sentir pena después; hay que actuar antes. Es necesario que entiendan lo que han hecho y provocado y que asuman su responsabilidad, porque el silencio no protege, destruye mientras sigamos mirando hacia otro lado, seguirán apareciendo mochilas abandonadas y asientos vacíos en nuestras aulas. Cada uno de esos vacíos será el reflejo de lo que como sociedad no quisimos ver.

 

Laura Ortega Rebollo –  1ª BTO