La sensación de angustia que sentía era inexplicable. Las paredes completamente blancas y la luz fría reflejada en ellas creaban un ambiente que me resultaba asfixiante. Parecía como si los muros de aquel pasillo se fueran a desplomar encima de mí, quedando cada vez menos aire entre ellos. Pasamos junto a miles de puertas, o quizá fuesen tan solo decenas, pero cada paso que dábamos veía el final del túnel más lejano. Cuando la mujer que me acompañaba se frenó frente a la puerta, mis pensamientos se dispersaron. Ni siquiera sabía quién era ella. La veía, pero no la miraba. Lo único que me preocupaba en ese momento era lo que me esperaba detrás de esa pieza de madera blanca que me separaba del interior de la sala. Algo me decía que sabía lo que era, o más bien quién era. Al abrirse la puerta, el aire se volvió más denso. Me costaba respirar. No quería estar allí, pero era demasiado tarde. La puerta estaba cerrada y la mujer se había quedado fuera, dejándome sola ante el peligro. Miré por todos lados, pero no vi a quien esperaba, de hecho no vi a nadie, lo que me alivió en cierto modo. Comencé a moverme por la habitación. Era mucho más luminosa e inquietante que el camino hacia ella. Comencé a caminar y a tocar las paredes. Al parecer estaba sola, o eso creía yo. Seguí recorriendo los interminables tabiques. Las preocupaciones comenzaban a difuminarse, aunque no por mucho tiempo.
Entonces la vi.
Toda esa paz dio lugar a angustia. Se me aceleró el pulso. Me sudaban las manos. Se me inundaban los ojos y no veía bien. No podía ser, no era ella. Me acerqué para asegurarme, y ahí estaba, delante de mí como hace mucho tiempo. Pude ver cómo me miraba de arriba a abajo como solía hacer, yo hice lo mismo. En cuestión de segundos pude notar la diferencia. Estaba distinta, no la recordaba así. Tenía los ojos hinchados y llenos de lágrimas, al igual que yo. Parecía que llevase días sin dormir, el color morado se acumulaba en sus ojeras. Su rostro estaba muy delgado. Se le marcaban los pómulos y la mandíbula. Estaba muy pálida. En el cuello destacaban todos los tendones y sus clavículas descubiertas parecían estar protegidas solo por una fina capa de piel. Sus brazos largos y delgados asemejaban frágiles ramas de árboles. Estaba escuálida. No entendía cómo podía haber cambiado tanto. Ese brillo en sus ojos que yo recordaba se había desvanecido. Era evidente que no estaba atravesando su mejor momento, y nuestro encuentro estaba siendo incómodo para ambas. Estábamos situadas una frente a la otra, de pie pero con el cuerpo caído, como si nos sujetasen unos hilos con la fuerza justa para no caer al suelo. Perdí la noción del tiempo. No sé si pasaron segundos, minutos u horas, pero se me hizo eterno. Las lágrimas ya corrían por mis mejillas, y cuando fui a secarlas ella lo hizo también. Desde entonces, cuando yo hacía algún movimiento ella lo imitaba con exactitud. Si yo abría la boca, ella también la abría. Si yo movía la cabeza, ella también la movía. Cuando ella extendió su brazo hacia mí, el mío hizo lo mismo sin control alguno y el miedo inundó mi cuerpo. Nuestras manos estuvieron a punto de tocarse, pero algo nos lo impidió. Pude ver cómo movía la boca, y por primera vez tuve control de mi propio cuerpo. Consiguió hablar y se me helaron las venas. “Soy tú”, me dijo. No podía ser, esa no era yo. Comencé a temblar del miedo que sentía. Eso era lo único que podía hacer: temblar. Se me doblaron las piernas y me caí al suelo. Me di en la cabeza, pero eso no importaba, no importaba nada más mientras esa chica estuviera ahí conmigo. La habitación comenzó a girar. Las dichosas paredes daban vueltas y vueltas constantemente alrededor de mí, haciéndome sentir la gravedad cada vez más fuerte, presionándome en el pecho. Me sentía frágil, como si mis huesos fueran a romperse contra las frías baldosas. La opción de ser absorbida por el suelo era tentadora con tal de no volver a verla jamás. Luché por levantar la cabeza y pude verla de nuevo. Ahí seguía, pero estaba tirada en el suelo como un trapo, al igual que yo. Me miraba fijamente, y de repente desapareció.
Al fin pude ser consciente de dónde estaba. Vi a la doctora apartando el espejo y acercándose a mí después. La oí decir algo, pero no era capaz de entenderla. Sus palabras eran lejanas y difusas. Lo único que podía escuchar era la procesión interna que estaba ocurriendo en mi mente. “Soy tú, soy tú, soy tú”. Las palabras retumbaban en mi cabeza como pelotas descontroladas. Mi acompañante, cuya identidad ya conocía, me ayudó y conseguí sentarme. Cuando comencé a sentir mi cuerpo de nuevo y a controlar mis pensamientos, me di cuenta de la realidad. Aunque la chica había desaparecido, siempre estará dentro de mí. Siempre habrá una parte de mí que le pertenezca, y tendré que aprender a convivir con ella. Por mucho que me duela, tengo que aceptar que yo soy ella y ella soy yo.
Victoria Martínez Herrero- 2ºBachillerato