Peseta Street Journal

Cuando fuera interrogado tiempo después sobre ese supuesto viaje, Mikel no dudaría en afirmar que sin duda lo emprendió, pero que por alguna inexplicable razón, era incapaz de recordar nada de este. Ni su duración, ni los lugares que visitó, ni el hotel donde se alojó. Ni un solo detalle.

Mikel recordaba haber abandonado su apartamento un tiempo antes y el trayecto hasta el aeropuerto, ya que fue su hermana Diana, a quien adoraba, quien se ofreció a llevarlo. Sin embargo, eso era lo único recordaba de aquel viaje, le era imposible evocar más de él. 

Lo único que sabía a ciencia cierta en ese preciso instante era que pasaban unos minutos de las siete de la tarde del domingo 7 de abril del 2000 cuando regresó a su vivienda. Esta vez su madre, Sabela, se había ofrecido a llevarle y hablar durante el tiempo que duraría el viaje hasta llegar a 256 Boulevard Avenue, la calle en la cual se encontraba su apartamento. Se despidió de su madre una vez en su destino y seguidamente entró en el ascensor y marcó el número trece, piso en el que se encontraba su hogar.

Buscó las llaves y abrió la pesada puerta de madera. Seguidamente, entró junto a su gran maleta de color lavanda repleta de ropa, y una vez en la entrada del apartamento, soltó con alivio el equipaje y se dispuso a levantar las persianas y ventilar la casa, lo cual era necesario tras una temporada cerrada.

Sin embargo, una extraña sensación recorría el subconsciente de Mikel tras pasar la puerta del salón, que poseía un gran ventanal con vistas al centro de Nueva York. El joven sentía que algo no estaba donde o como debiera, pero tampoco le dio mucha importancia. 

Iba avanzando por el pasillo y mirando a cada estancia de la casa sin demasiada atención. A la derecha, el dormitorio principal y el estudio; y a su izquierda, el aseo y el vestidor. El apartamento estaba patas arriba. La cama deshecha, el aseo sucio, las perchas sobre el sofá… Todo estaba como cuando se marchó, que era más o menos tal como había quedado poco antes de que se marchara Abril.

Se dirigió a la cocina y se sirvió una copa en el mueble bar. Tras comprobar que no tenía mensajes en el teléfono fijo, aprovechó para llamar a un restaurante italiano y pedir que le mandaran su pizza favorita y unas alitas de pollo. Tras colgar se derrumbó en el amplio y cómodo sofá que había en el comedor frente a la imponente cristalera.

Encendió la luz de la lámpara situada al lado del sofá y se asustó.

– ¡Madre mía! – exclamó de repente.

Frente a él, apenas a cuarenta metros, al otro lado de la calle, vio un majestuoso edificio idéntico al suyo, que desde luego no estaba allí cuando partió de viaje. Y en el piso equivalente al suyo, sentado en un sofá como el suyo , alguien idéntico a él.

Un veinteañero infeliz, alto y fuerte, que a lo único a lo que aspiraba en la vida era a encontrar su felicidad sin moverse del sofá. Y a su lado, Abril, una joven  deslumbrante abrazada a él.

Para descartar la posibilidad de una broma, Mikel se limitó a observar desde casi la totalidad oscuridad de su salón cómo sus imposibles vecinos se fundían en un largo abrazo y alguna que otra muestra de cariño.

Pasado un tiempo, sonó el timbre de la puerta, pero no el suyo, porque no lo oyó. En el otro edificio su doble desapareció a través del pasillo y volvió con una pizza y una ración de alitas de pollo.

Para confirmar sus sospechas, el veinteañero se levantó del sofá y se dirigió hacia el teléfono fijo. Pulsó el botón de rellamada y se interesó por el estado de su pedido: había sido entregado – le dijeron – hacía breves minutos en la dirección proporcionada de ese número.

Una aplastante sensación de irrealidad y sorpresa se adueñó de él. Se sirvió otra copa y volvió al sofá con la esperanza de comprender lo que estaba ocurriendo.

Sin embargo, una creciente oleada de rabia le fue invadiendo poco a poco. Notó que empezó a subirle la temperatura y se tuvo que quitar el suéter color vino que llevaba. ¿Quién era el otro para restregarle lo que él ya había perdido? ¿Qué derecho tenía esa copia barata de salir inmune de cualquier castigo?

Al reclamo de una malévola ocurrencia sacó su teléfono móvil del bolsillo interior de la cazadora. No le costó encontrar el vídeo, al igual que tiempo atrás lo había encontrado ella. 

Por alguna razón lo visionó una vez más. Sonrió ante la perspectiva de contemplarlo de nuevo, en esta ocasión a resguardo de las consecuencias. En él, el cuerpo de Triana, la criada del apartamento desde hacía unos meses, y el suyo se fundían en el escritorio del estudio. Posteriormente, seleccionó la lista de contactos del teléfono y no dudo en enviárselo a Abril.

Casi siempre lo inevitable se impone sobre lo imposible, así que casi al instante la mujer del otro edificio recibió un mensaje en su teléfono móvil. Cualquier duda que pudiera tener acerca de su contenido se desvaneció y, sin apartar la vista del aparato, su sonrisa se fue congelando.

Llegaron no mucho después las peticiones de la mujer que requerían la explicación del infiel, y junto con eso, los gritos. Y al poco, ya estaba la otra Abril recogiendo sus enseres mientras el otro él la seguía como una sombra indigna.

Luego, lo inevitable: ella se agacha para recuperar el teléfono móvil del sofá, dónde lo dejó caer y él la golpea con un cenicero de piedra idéntico al que Mikel tiene frente a él en ese momento. Y ella cae, y él la sigue golpeando.

Horrorizado ante el espectáculo que inimaginablemente ha causado, el responsable del crimen marca el teléfono de la policía.

– Un asesinato… Sí, una mujer… Planta trece, apartamento A, 256 Boulevard Avenue. No tarden, él está ahí aún.

Y cuelga. En el edificio de enfrente el asesino permanece de rodillas, quieto, esperando a que la atroz realidad le alcance. De repente se levanta y con rapidez vacía la maleta color lavanda de su novia y la llena apresuradamente de sus propias ropas. Con ligereza desaparece por el pasillo mientras llama a su hermana, rumbo a un viaje que nunca recordará.

La luz del edificio de enfrente se apaga y Mikel se queda completamente a oscuras. Luego, en algún momento, suena el timbre de la puerta, esta vez sin duda es el suyo. Se dirige con presura rumbo al pasillo para abrir a la policía, y casi tropieza con el cadáver de Abril.

Lucía Muñoz – 2º Bachillerato