«Desde los primeros siglos de la escritura, la norma era leer en voz alta, para uno mismo o para otros. Los libros no eran una canción que se cantaba con la mente, como ahora, sino una melodía que saltaba a los labios y sonaba en voz alta. El lector se convertía en el intérprete que le prestaba sus cuerdas vocales. Eran frecuentes las lecturas en público, y los relatos que gustaban iban de boca en boca. Salvo excepciones, los lectores antiguos no tenían la libertad de la que tú disfrutas para leer a tu gusto las ideas o las fantasías escritas en los textos, para pararte a pensar o a soñar despierto cuando quieras, para elegir y ocultar lo que eliges, para interrumpir o abandonar, para crear tus propios universos. Esta libertad individual, la tuya, es una conquista del pensamiento independiente frente al pensamiento tutelado.
Eres un tipo muy especial de lector y desciendes de una genealogía de innovadores. Este diálogo silencioso entre tú y el escritor, libre y secreto, es una asombrosa invención.»
Texto: Irene Vallejo, El infinito en un junco. (Adaptado)
Foto: Departamento de Lengua castellana y Literatura